Cada mañana me levanto más cansado que cuando me acosté. Me miro en el espejo y veo una cara arrugada y ojerosa que ya no reconozco. Salgo de casa y subo al tubular, el transporte subterráneo que me lleva hasta "La Factoría", la fábrica de procesamiento de tantalio más importante de Oberón. Allí es donde trabajo. Durante 12 tediosas horas, controlo si la producción sale en la cantidad y el tiempo previstos, medio en los conflictos, la mayoría de ellos personales, y vigilo las zonas sensibles de seguridad. Transcurrida la jornada, entro de nuevo en el tubular para volver a casa. Así son para mí los 6 días de la semana laboral.
Tras el trabajo, mis compañeros se quedan en la cantina. Yo ya no me puedo permitir esos afterworks; la medicación que tomo es incompatible con el alcohol. Si tuviera una recaída, si mis superiores sospecharan siquiera que estoy enfermo, perdería el trabajo inmediatamente. Tampoco puedo ir al médico, por el mismo motivo. Consigo las medicinas que diariamente tomo a un precio razonable en "El Inframundo". Suelo visitar ese lugar en mi día de descanso. Se trata de minas abandonadas donde se esconden los proscritos, los perseguidos por la ley, en su mayoría replicantes. Algunos de ellos, modelos programados para la atención médica, son quienes tratan mi enfermedad.
Sí, así es. Hace unos años los perseguía hasta aniquilarlos; los busco ahora porque necesito sus conocimientos. Preciso de sus remedios para paliar el insoportable dolor, para disimular ante mis conocidos y para poder aguantar una semana más, un mes más. Yo, que los he asesinado a decenas, vivo ahora gracias a sus atenciones. Y aún no les he perdido perdón por lo que hice a sus congéneres. No me atrevo a revelar lo que fui en otro tiempo.
Las drogas me mantienen vivo, en un duermevela febril, durante las horas que paso en mi casa, si así puedo llamar al cubículo de 12 metros cuadrados donde vivo. En la cama doy mil vueltas, mientras las imágenes del pasado, presumo que unas reales y otras imaginarias, vienen a mi mente y se van. En ellas me veo a mí mismo y me aborrezco. Me da vergüenza cómo me he comportado y lo que he llegado a ser. Descarto esas visiones e invento otro pasado diferente en el que vive un Deckard agradable con todos, que mira a los ojos de la gente, que ama y es amado. Y así, día a día, con el pensamiento, voy creando un nuevo pasado en el que hubiera sido feliz.
Soy Deckard, otra vez.
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