Cuando hablo de Oberón, tal vez pensaréis que la vida en esta luna está perfectamente organizada y controlada. Pudiera parecer que, al construir desde cero una nueva sociedad, como así ha sido en las colonias exteriores, es más fácil establecer un orden justo para todos y crecer siguiéndolo. Para reforzar esta percepción, argumentaríais que, al igual que las nuevas infraestructuras suelen ser más seguras y fiables, también lo deberían ser las nuevas instituciones que administran y gobiernan una población recién instalada. Intentaríais después convencerme de que las relaciones entre los grupos y entre las personas mismas, tendrían que ser fluidas y respetuosas, ya que un test psicológico determinó la idoneidad de todos y cada uno de los colonos durante un proceso selectivo previo. Quizá fuera así al principio. Pero actualmente nada queda de eso.
La vida en las colonias exteriores ha servido para demostrar que una nueva sociedad adolece al cabo del tiempo de todos los defectos de las más maduras. Así es la especie humana. En el momento en que un individuo o grupo se erige en clase dirigente, aparecen las insidias, las luchas de poder, los abusos contra los más débiles y la corrupción. Las estructuras de gobierno que se crearon en Oberón, todas, sin excepción, están desde hace años dirigidas por ineptos, personas cuyo mayor mérito fue haber hecho algún favor a alguien poderoso. Y el más poderoso de todos, aquel que se hace llamar Goodfellow, es quien decide los nombramientos de los dirigentes. Y más que eso, él lo decide todo: quién trabajará la próxima semana y quién no, cuánto van a cobrar los trabajadores, quién cumple o no la ley, incluso qué leyes están en vigor. No es jefe de estado, ni primer ministro, ni legislador, ni juez, ni siquiera alcalde. No le hace falta, pues en estos puestos tiene colocada gente fiel. Desde hace años, dirige las colonias con mano de hierro desde su puesto: director de las explotaciones mineras.
En esta cadena de favores y fidelidades, toda la jerarquía política sabe que quien manda es Goodfellow. Cada cual conoce porqué está en su puesto y, lo más importante, qué tiene que hacer para permanecer en él: únicamente seguir las instrucciones. El resto de obligaciones que conlleva el cargo, cuando no sea una orden expresa de un superior, sencillamente no se lleva a cabo. Así ha sido cómo se ha instalado en esta sociedad la procrastinación: esa lacra que bloquea y paraliza una organización; que le impide avanzar y prosperar, aunque cada uno de sus miembros se mantenga atareado todo el tiempo.
Hace muchos años que se dejaron de cumplir las más elementales obligaciones para con las personas, como el mantenimiento de los servicios públicos o las ayudas sociales. Cada uno en su puesto y a su nivel evita las funciones propias de su cargo; obligaciones complicadas e incómodas, pero imprescindibles para el bienestar de la sociedad. Mientras tanto, se emplea el tiempo en multitud de tareas previsibles, sencillas e incluso agradables de realizar, muchas ordenadas por los superiores y otras inventadas, que ocupan todo el tiempo. Efectivamente, este mal tiene esa característica que lo hace difícil de corregir. Todos se encuentran tan ocupados que no tienen tiempo de dedicarse a otra cosa, llegando incluso al colapso. Y es precisamente la falta de tiempo la principal excusa que todos esgrimen por no llevar a cabo sus funciones. Este es a posteriori el consuelo general. Y es contagioso y crece de forma exponencial, capilarizándose a todos los niveles de la sociedad.
A mí también me ha pasado. Ves cómo los demás lo hacen y te sale sin darte cuenta. Una vez que procrastinas alguna de tus tareas importantes, por otras menos relevantes pero de alguna manera más satisfactorias y de cuya urgencia tú mismo te convences, ya no puedes parar. Llegas a confundir inmediatez con apremio, relegas lo importante al olvido y obvias el objetivo del proyecto que comenzaste. De este modo, cada individuo se mantiene ocupado, pero el grupo se torna completamente ineficaz. Tenemos así trabajadores saturados de trabajo en una organización inoperante. Y quienes pagan esta dejadez de funciones son siempre las personas a las que deberíamos servir.
Soy Deckard, otra vez.
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