Una famosa cita atribuida a un gran científico del siglo XX cuantifica de infinita la estupidez humana. Desde que la conocí siendo adolescente, tal aserción me ha dado motivos para pensar. Desde entonces, imagino la estupidez como una especie de energía que vaga por el espacio y es capaz de infectar, como un virus letal, a nuestra especie. Esta sería la causa de las trabas y limitaciones que pueden observarse cada vez con mayor frecuencia en el crecimiento intelectual de los seres humanos. Además, esta amenaza tiene la característica de infinita, como si dicho mal afectara de manera universal a todos los individuos, aunque a unos en mayor medida que a otros. Por mi parte, he intentado luchar contra esa enfermedad desde siempre; los viajes y la lectura han sido mi vacuna. Estoy seguro también de que ciertas personas padecen sin límite esta afección, sin ningún interés por encontrar un remedio. En realidad, se trata de necedad, lo que confiere una mayor gravedad, al sumarse a la ignorancia, propia de los estúpidos, la terquedad y obstinación de mantenerse en tal estado.
Controlar, hasta el más mínimo detalle, el trabajo de los subordinados; obsesionarse en encontrar en el error una oportunidad para el descrédito de quien lo comete; enfadarse ante las decisiones, buenas o malas, por haber sido tomadas sin su supervisión; mentir y culpar a los demás antes que reconocer las propias limitaciones; todas estas prácticas son comunes a aquellos que, sin mérito alguno, han llegado a las más elevadas alturas del escalafón social o laboral y luchan por mantener sus prebendas cueste lo que cueste. Engreídos, que no confían en nadie, porque se creen en verdad superiores a los demás. Estúpidos, que odian que los demás aprendan y crezcan, ciegos a sus propias limitaciones. Necios, a los que incomoda estar cerca de personas brillantes y que prefieren rodearse de más necios.
He aprendido, a lo largo de los años, a identificarlos. Mucho más rápidamente que a un replicante. No necesito ningún test para que los cale. Y, enseguida, huyo de ellos. Porque, como dijo otro gran sabio, "De cuantas cosas me cansan, fácilmente me defiendo; pero no puedo guardarme de los peligros de un necio".
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