jueves, 30 de julio de 2015

Lo que ninguna droga puede curar‏

¡Amigos míos! Me siento muy cansado. Ha sido un esfuerzo tremendo escribir durante estos últimos meses. Sobre estos papeles he dejado mi ‎alma abierta de par en par; me he expuesto como nunca lo hice antes, he salido de mi corazón de piedra sin protección. Pero ya está bien. Es el momento de dejarlo.

‎He intentado expresar con palabras todo lo que he sido. Ya lo habréis leído. Un creyente que ha incumplido todos los mandamientos. Un policía que ha cometido los más abominables delitos, incluido el asesinato. Un amante que no ha sabido demostrar su amor y que se odia a si mismo.‎ Y de todo ello me arrepiento, no sabéis en qué medida.

Las drogas me han curado el dolor, el insomnio, los vómitos y hasta la depresión. Pero no existe ninguna que pueda curarme el remordimiento de todo lo que he hecho en esta vida. Y creedme; soy un experto en ellas. Me arrepiento de no haber disfrutado mis días de juventud, de haber desaprovechado las oportunidades de ser feliz, de no haber valorado todo lo bueno que he tenido, de no haber conservado a mi lado a las personas que me amaron. Y ese arrepentimiento es poderoso y se alimenta de la desazón y la frustración de haber sido como fui. Con ese sentimiento moriré. Será pronto.


Pero después, naceré otra vez. Y cuando lo haga, el recuerdo inconsciente de este remordimiento me servirá entonces, así lo creo, para ser de otra manera. Este aprendizaje me salvará. Al menos, tengo esa esperanza.

sábado, 20 de junio de 2015

Quince cosas que sentir antes de caer muerto (y 3)

Hasta ahora había conseguido reunir diez. Ahí van las últimas cinco cosas que completan la lista.

11. Dejar atrás mi eterno arrepentimiento. 
Cada mañana en la ducha, durante los últimos años, me insultaba y maldecía mil veces antes de cerrar el grifo. Al repasar los acontecimientos del día anterior, siempre encontraba algún mal gesto que reprocharme, alguna mala palabra de la que arrepentirme o alguna metedura de pata de la que aprender. Un remordimiento finalmente sin enmienda, pues al día siguiente siempre repetía las mismas impertinencias, para más tarde, bajo la ducha, volver a lamentarme.
12. Recordar mi historia real y olvidar la que sobre mí me conté a mí mismo. 
Mientras con la toalla secaba mi cuerpo, retiraba de mi pensamiento toda sombra de culpa. "Aprendí de mi padre, que hacía lo mismo; yo no soy responsable, pues obro cómo él". Siempre me inculcaba mensajes cómo estos, secando así también mi conciencia. Eso es lo que entonces quise creer, pero hoy sé que es falso. ¡Cómo pude culpar a mi padre! Una persona que apenas conocí, con quien no convivi más que unos pocos años; quien no tuvo tiempo de enseñarme nada. Es cierto que vi su lado peor, pero la persona que soy ahora ha recibido influencias más notorias. Y, sobre todo, yo mismo elegí ser como soy. ¡Qué fácil fue siempre inventarme una excusa para evitar la responsabilidad de mis actos!
13. Poder romper la piedra que encierra mi corazón. 
Una vez perfumado con mis miserias y revestido de mi corazón de piedra, salía a la calle. Una coraza invisible, pero irrompible e impermeable, me mantenía bien protegido. Esto me aislaba de mi entorno, pero me mantenía a salvo del dolor. Soy consciente de haber perdido la amistad de personas maravillosas, que realmente valían la pena, por ello. Pero mi corazón no podía alcanzarlos. 
14. Valorar más el esfuerzo realizado y menos la satisfacción de los resultados. 
"Si el resultado no es satisfactorio, todo el trabajo es un fracaso". Esto también lo adopté como uno de mis principios. Así me juzgaron en mi juventud y así valoraba el esfuerzo mío y el de los demás. Entender que todo fracaso es un aprendizaje para el próximo éxito fue imposible para mí. Y ahora ya es tarde. 
15. Mirar a los ojos de la gente mientras hablo de mis sentimientos.
Nadie me habló de sus sentimientos, ni siquiera mi madre, que siempre ocultó a todos tanto su cariño como su sufrimiento. Hasta que ‎conocí a Rachel. Entonces me sentí confundido. No entendía lo que me quería decir en aquellos momentos de intimidad. Más tarde, intenté abrirme a ella pero con apuro y vergüenza. En mi torpeza, la herí y la asusté. No supe expresarle cuánto la amaba mientras la miraba a los ojos. 
‎Así ha transcurrido mi miserable vida: arrepentido de mis actos, culpando de ellos a los demás, protegido de los sentimientos propios y ajenos, encadenando fracasos sin aprender de ellos, bajando la cabeza por vergüenza ante los demás.





jueves, 4 de junio de 2015

Quince cosas que sentir antes de caer muerto (2)

Voy a continuar con la lista. Ya tenía 5 cosas. Las siguientes están relacionadas con mis recuerdos sobre una mañana de verano en la costa este, que me gustaría revivir.

6. Pisar descalzo la hierba húmeda por el rocío.
Justo unos minutos antes de salir el sol, es el mejor momento para levantarse de la cama y salir al jardín. La hierba alta se balancea bajo una suave brisa fresca, cubierta por las perlas transparentes del rocío. En ella hundo mis pies descalzos y siento su agradable humedad. Me oriento y camino hacia el este. A cada paso, la tierra esparce su fresco aroma que me da la vida. Llego a la valla y me apoyo sobre ella. Me dispongo a ver amanecer. 
7. Mirar ese efímero tono verde del cielo justo antes del amanecer.
Siempre hay una hilera de nubes sobre el mar que difuminan la visión del sol emergiendo a la superficie. Y justo antes de hacerlo, entre el azul de la noche y el rojo del horizonte, se extiende sobre el cielo una relajante franja de color verde pálido. Dura poco, apenas unos minutos, durante los cuales el mundo parece detenerse. Para mí, la paz es de ese color. 
8. Nadar desnudo en un mar en calma.
El sol ya está unos minutos sobre el horizonte y empieza a calentar el ambiente. Un sofocante bochorno pronto consigue ahogar la fresca brisa reinante. Cruzo la valla de mi jardín y salto a la playa. El mar está casi en calma. Unas suaves olas rompen apenas sobre la arena en ligero vaivén. Ignorando a los que pasean por la orilla a estas horas de la mañana, me quito la ropa y entro en el mar. Nado con fuerza para contrarrestar el primer escalofrío. Luego me estiro, cierro los ojos y me dejo mecer por las olas. Calma y quietud invaden mi alma. 
9. Reencontrar a mi primer amor.
Salgo del agua y me quedo de pie, dejando que el calor del sol seque mi piel. El ruido de las olas lamiendo la orilla es una de mis músicas favoritas. Abro los ojos y veo una chica acercarse por mi izquierda. Su silueta, recortada contra la claridad del cielo y la arena, me resulta familiar, tanto, que me quedo quieto en lugar de coger mi ropa y marcharme. Cuando se encuentra a tan sólo unos pasos, se detiene y la reconozco perfectamente a pesar de no haberla visto en 7 años. Un estremecimiento recorre todo mi cuerpo. No me atrevo a hablarle ni a tocarla, aunque el deseo de abrazarla y de no volverla a soltar nunca más es irrefrenable. Dicen quienes descubrieron el amor verdadero que el reencuentro con la persona amada es especial. Los años transcurridos desde la separación desaparecen en un instante, como si no hubieran transcurrido. Y, de repente, ambos se sienten transportados a aquel día en que aún estaban juntos, olvidando lo vivido después. Os puedo certificar que esto es cierto. 
10. Volver a ver el brillo de sus ojos un segundo antes de su primer beso.
Esa mirada, ese deseo, esa atracción, ese cosquilleo y esa mezcla de sensaciones, justo cuando el primer beso está a punto de estallar, son difíciles de repetir. Su imagen en aquel instante quedó hace tiempo congelada en mi memoria. Durante los 5 primeros años, cada día, al despertar, aquél fue mi primer pensamiento. Comenzaba cada día con aquella imagen. Pero un día, de repente, cayó en el olvido. Se había roto en mil pedazos, cada uno de los cuales vaga ahora por un lugar de mi mente y ninguno me habla ya.

Lástima que no pueda volver a ocurrir nada de aquello. En esta luna perdida donde vivo y de donde no puedo salir siempre es invierno, no crece el césped, no ruge el mar, no calienta el sol y todo es gris. Mi primer amor está a millones de kilómetros y ni todos los caballos del rey, ni todos sus hombres, podrían reunirnos de nuevo. Por eso ya no podré revivir ninguna de estas sensaciones. Si alguna vez las sentí, sólo son ahora pedazos de mi vida que ya no se pueden recomponer.

sábado, 9 de mayo de 2015

Quince cosas que sentir antes de caer muerto (1)

Caeré muerto dentro de nada. Es inevitable. Y echo tantas cosas de menos... He hecho una lista de las que haría de nuevo. Son las aquéllas cuyo recuerdo me inspira el deseo de volver a sentir aquella sensación. ¿Cuántas de ellas podré hacer antes del final?

  1. Hojear un libro recién comprado.
    Si es nuevo, sus páginas se quiebran, se despegan unas de otras por primera vez; dejan escapar un suave susurro de tambor recién acariciado, un sutil aroma a tinta y a pasta de papel; muestran por primera vez su busilis, su secreto, su esencia. Si es usado, nos reta a averiguar quién fue su dueño, dónde fue guardado, cuál fue la página más leída, a través del tacto, el olfato, la vista. Desafortunadamente, ya casi no quedan libros en venta. Y los que quedan son muy codiciados y caros.
  2. Volver a ‎‎‎escuchar una vieja canción ya olvidada.
    Aún recuerdo lo que sentí un día al sonar "The Look of Love" de ABC, un viejo éxito de mi adolescencia, que no había vuelto a escuchar desde hace ya 40 años. Reviví olores, imágenes, caricias, desengaños, errores y aciertos durante esos 3 minutos. Quizá otros sentimientos olvidados pudieran volver a través de las notas de algún otro tema de entonces que ya no recuerdo.
  3. Despertar con el aroma a café recién hecho.
    No hay sensación más agradable después de despertar que oler a café recién hecho. Aunque haya pasado una mala noche, ese aroma me reconforta. He pedido a mi enfermera que busque café. Cada mañana amanezco con ese deseo.
  4. ‎Abrazar a aquella persona a quien nunca pude perdonar.
    De cuantas cosas me arrepiento, la que más dolor me produce es no haber perdonado nunca a Iran. Me gustaría volver a verla y abrazarla con todas mis fuerzas. Pero eso es imposible, ella no sabe dónde estoy y no sé cómo localizarla. Ojalá algún día lea esto y entienda que la quise con toda mi alma y que la quiero todavía. A pesar de todo. Iran: ¿serás capaz de perdonarme tú a mí?
  5. Aprender a improvisar más y a planificar menos.
    Uno de mis fallos más recurrentes ha sido intentar planificar cada uno de los aspectos de mi vida. El control de todo se convirtió en mi obsesión. Así fue como viví ofuscado con ideas preconcebidas, manías innegociables y planes utópicos. Fui un obstinado y amargué a los que estaban a mi alrededor cada vez que las cosas no salían a satisfacción mía. Estos últimos días, disfruto de la improvisación. He conseguido disminuir el estrés en mi vida y saboreo las sorpresas que me trae lo inesperado.

domingo, 19 de abril de 2015

Puedo ser como soy porque no puedo ser otro

Puedo ser triste y solitario, independiente y apático, aburrido y distraído. Puedo mostrarme desagradable y mezquino.  Puedo resultar antipático, interesado, egoísta y odioso. Puede parecer que voy a la mía, que carezco de las más elementales habilidades sociales, que huyo de la compañía de las personas. Podría incluso recluirme en mi apartamento y no volver a salir ni ver a nadie durante días.

Es fácil que provoque rechazo, malestar y desprecio en la gente. Es probable que no sea capaz de volver a mantener una relación con alguien. Puedo ser explosivo, borde, histriónico. Puedo caer en la más profunda de las tristezas y no salir de ella durante semanas. Puedo callar, chillar y vociferar a cualquiera; arrugar, romper y echar a perder cosas buenas; fanfarronear, molestar y después desaparecer.

Puedo entender que Rachel me dejara, que no soportara mi presencia, mi egoísmo y mis malos modos. Ella se mereció en todo momento ser adorada y respetada. Nunca hubo razón para no ser bueno con ella. Pero, por aquel entonces, yo ya procrastinaba. Nunca supe cómo hablarle, rara vez me sintió a su lado, apenas fui amable con ella. Pero no puedo dejar de necesitarla, de extrañar su presencia, de desear su compañía. Si pudiera contactar con ella le diría: "A pesar de todo, de ser como soy, de haberte tratado mal, de haberte echado de mi lado, te amo. Perdóname y vuelve conmigo". Eso le diría. Puede parecer una contradicción, entre lo que siento por ella y el trato que le dispensé, pero así es la vida de extraña. Ella está ahora a millones de kilómetros.


Ya no tengo casi tiempo que gastar y el poco que me queda, qué lástima, lo pasaré echándola de menos. No fue esto lo que quise para mí, pero a veces la vida te niega lo que quieres. Aunque sé que lo merezco por todo el mal que hice.

Ahora, Rachel estará con otro que la mime, que la lleve en volandas, que le diga lo que necesita oír a cada momento, que la abrace cuando lo necesite, que se quede a su lado callado cuando se encuentre mal. Si es así, si es eso lo que quiere, estoy seguro de una cosa: no estará junto a la persona que más la ama. Ojalá pudiera volver a verla, a escucharla, a sentirla. Quisiera poder pedir de nuevo su perdón, como tantas veces obtuve aun sin mérito. Y empezar otra vez. Si pudiera ser, cambiaría tantas cosas... Esta vez sí que sería distinto. Sé que ya no es posible, pero lo deseo.

Soy Deckard, otra vez.
cosasquevioroy.blogspot.com.es

sábado, 14 de marzo de 2015

Procrastinación o cómo ser totalmente ineficaz a pesar de estar siempre ocupado

Cuando hablo de Oberón, tal vez pensaréis que la vida en esta luna está perfectamente organizada y controlada. Pudiera parecer que, al construir desde cero una nueva sociedad, como así ha sido en las colonias exteriores, es más fácil establecer un orden justo para todos y crecer siguiéndolo. Para reforzar esta percepción, argumentaríais que, al igual que las nuevas infraestructuras suelen ser más seguras y fiables, también lo deberían ser las nuevas instituciones que administran y gobiernan una población recién instalada. Intentaríais después convencerme de que las relaciones entre los grupos y entre las personas mismas, tendrían que ser fluidas y respetuosas, ya que un test psicológico determinó la idoneidad de todos y cada uno de los colonos durante un proceso selectivo previo. Quizá fuera así al principio. Pero actualmente nada queda de eso.  




La vida en las 
colonias exteriores ha servido para demostrar que una nueva sociedad adolece al cabo del tiempo de todos los defectos de las más maduras. Así es la especie humana. En el momento en que un individuo o grupo se erige en clase dirigente, aparecen las insidias, las luchas de poder, los abusos contra los más débiles y la corrupción. Las estructuras de gobierno que se crearon en Oberón, todas, sin excepción, están desde hace años dirigidas por ineptos, personas cuyo mayor mérito fue haber hecho algún favor a alguien poderoso. Y el más poderoso de todos, aquel que se hace llamar Goodfellow, es quien decide los nombramientos de los dirigentes. Y más que eso, él lo decide todo: quién trabajará la próxima semana y quién no, cuánto van a cobrar los trabajadores, quién cumple o no la ley, incluso qué leyes están en vigor. No es jefe de estado, ni primer ministro, ni legislador, ni juez, ni siquiera alcalde. No le hace falta, pues en estos puestos tiene colocada gente fiel. Desde hace años, dirige las colonias con mano de hierro desde su puesto: director de las explotaciones mineras.

En esta cadena de favores y fidelidades, toda la jerarquía política sabe que quien manda es Goodfellow. Cada cual conoce porqué está en su puesto y, lo más importante, qué tiene que hacer para permanecer en él: únicamente seguir las instrucciones. El resto de obligaciones que conlleva el cargo, cuando no sea una orden expresa de un superior, sencillamente no se lleva a cabo. Así ha sido cómo se ha instalado en esta sociedad la procrastinación: esa lacra que bloquea y paraliza una organización; que le impide avanzar y prosperar, aunque cada uno de sus miembros se mantenga atareado todo el tiempo.

Hace muchos años que se dejaron de cumplir las más elementales obligaciones para con las personas, como el mantenimiento de los servicios públicos o las ayudas sociales. Cada uno en su puesto y a su nivel evita 
las funciones propias de su cargo; obligaciones complicadas e incómodas, pero imprescindibles para el bienestar de la sociedad. Mientras tanto, se emplea el tiempo en multitud de tareas previsibles, sencillas e incluso agradables de realizar, muchas ordenadas por los superiores y otras inventadas, que ocupan todo el tiempo. Efectivamente, este mal tiene esa característica que lo hace difícil de corregir. Todos se encuentran tan ocupados que no tienen tiempo de dedicarse a otra cosa, llegando incluso al colapso. Y es precisamente la falta de tiempo la principal excusa que todos esgrimen por no llevar a cabo sus funciones. Este es a posteriori el consuelo general. Y es contagioso y crece de forma exponencial, capilarizándose a todos los niveles de la sociedad.

A mí también me ha pasado. Ves cómo los demás lo hacen y te sale sin darte cuenta. Una vez que procrastinas alguna de tus tareas importantes, por otras menos relevantes pero de alguna manera más satisfactorias y de cuya urgencia tú mismo te convences, ya no puedes parar. Llegas a confundir inmediatez con apremio, relegas lo importante al olvido y obvias el objetivo del proyecto que comenzaste. De este modo, cada individuo se mantiene ocupado, pero el grupo se torna completamente ineficaz. Tenemos así trabajadores saturados de trabajo en una organización inoperante. Y quienes pagan esta dejadez de funciones son siempre las personas a las que deberíamos servir.

Soy Deckard, otra vez.
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sábado, 14 de febrero de 2015

Sueños de un pasado diferente

Cada mañana me levanto más cansado que cuando me acosté. Me miro en el espejo y veo una cara arrugada y ojerosa que ya no reconozco. Salgo de casa y subo al tubular, el transporte subterráneo que me lleva hasta "La Factoría", la fábrica de procesamiento de tantalio más importante de Oberón. Allí es donde trabajo. Durante 12 tediosas horas, controlo si la producción sale en la cantidad y el tiempo previstos, medio en los conflictos, la mayoría de ellos personales, y vigilo las zonas sensibles de seguridad. Transcurrida la jornada, entro de nuevo en el tubular para volver a casa. Así son para mí los 6 días de la semana laboral.

Tras el trabajo, mis compañeros se quedan en la cantina. Yo ya no me puedo permitir esos afterworks; la medicación que tomo es incompatible con el alcohol. Si tuviera una recaída, si mis superiores sospecharan siquiera que estoy enfermo, perdería el trabajo inmediatamente. Tampoco puedo ir al médico, por el mismo motivo. Consigo las medicinas que diariamente tomo a un precio razonable en "El Inframundo". Suelo visitar ese lugar en mi día de descanso. Se trata de minas abandonadas donde se esconden los proscritos, los perseguidos por la ley, en su mayoría replicantes. Algunos de ellos, modelos programados para la atención médica, son quienes tratan mi enfermedad.



Sí, así es. Hace unos años los perseguía hasta aniquilarlos; los busco ahora porque necesito sus conocimientos. Preciso de sus remedios para paliar el insoportable dolor, para disimular ante mis conocidos y para poder aguantar una semana más, un mes más. Yo, que los he asesinado a decenas, vivo ahora gracias a sus atenciones. Y aún no les he perdido perdón por lo que hice a sus congéneres. No me atrevo a revelar lo que fui en otro tiempo.

Las drogas me mantienen vivo, en un duermevela febril, durante las horas que paso en mi casa, si así puedo llamar al cubículo de 12 metros cuadrados donde vivo. En la cama doy mil vueltas, mientras las imágenes del pasado, presumo que unas reales y otras imaginarias, vienen a mi mente y se van. En ellas me veo a mí mismo y me aborrezco. Me da vergüenza cómo me he comportado y lo que he llegado a ser. Descarto esas visiones e invento otro pasado diferente en el que vive un Deckard agradable con todos, que mira a los ojos de la gente, que ama y es amado. Y así, día a día, con el pensamiento, voy creando un nuevo pasado en el que hubiera sido feliz.


Soy Deckard, otra vez.
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jueves, 29 de enero de 2015

Si algo puede ir bien, irá bien

Quizá alguna vez nos fueron mal las cosas. Tal vez hubo un día en que algo se torció y no salió como esperamos. Seguramente tuvimos algún deseado sueño, cierto pretendido objetivo, que no alcanzamos a cumplir, transcurridos los años, a pesar de nuestro empeño. Así debió ocurrir, pues una sensación de fracaso comenzó a invadirnos desde aquel momento y condicionó todo lo que hicimos después, que fue ponernos mutuamente a prueba. Cada palabra y cada acción incompatible con las esperadas incrementó la frustración y la decepción que ya sentíamos.

No puede uno sentirse continuamente evaluado: al final, siempre existe alguna prueba que no se pasa, siempre se cae en algún desplante recriminable. No se puede vivir con miedo a fallar: la confianza en uno mismo y en el compañero se desvanece. Así ocurrió: un día, Rachel y yo nos sentimos frustrados. Fue en aquel momento cuando creí recordar que el reto ya se me había antojado imposible al principio y concluí que ya no merecía la pena el esfuerzo de seguir intentándolo; cuando sentí que nada funcionaba con Rachel, que no me daba lo que necesitaba, que su forma de tratarme no era la adecuada. Eché la culpa de todo aquello a las dificultades de la vida que nos tocó vivir, a su manera de ser e incluso al pesimista de Murphi. Pero en realidad fuimos nosotros, aquellos Rachel y Deckard que tanto se amaron, los culpables de nuestro propio fracaso.


Quizá ambos deberíamos haber hecho las cosas de forma diferente y con otra actitud: con más respeto y menos exigencias; con pensamiento positivo y sin temores; dando más importancia a lo que nos hacía feliz y menos a lo que nos separaba. Tal vez yo debería haber cambiado; pero entonces no sería Deckard, sería otra persona. Quizá no debería haber deseado que Rachel cambiara, por similar motivo. Todo podría haber sido diferente; o no. En cualquier caso, queda la duda.

Hoy he aprendido que, cuando se acomete una empresa, cualquiera que esta sea, siempre hay algo que va mal y algo que va bien. Y cuando hay cosas que salen bien, ya no puede hablarse de fracaso. La clave del éxito, estoy convencido de ello, es descartar lo malo y quedarse con lo bueno. Encontramos lo primero únicamente para valorar lo segundo. No podemos permitir que los fracasos nos tumben, y sí utilizarlos para que nos hagan más fuerte. Debemos cuidar la satisfacción que nos aportan las pequeñas victorias, hacerla crecer, para que sea capaz de vencer la decepción que sufrimos tras las derrotas. Y, de este modo, el camino emprendido será exitoso siempre, a pesar de los problemas. Porque, si hay algo que puede ir bien y nos empeñamos en conseguirlo, seguro que irá bien.

Soy Deckard, otra vez
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sábado, 10 de enero de 2015

El número 1 es el más solitario

Cuando una pareja comparte el mismo objetivo vital, sin duda ambos disfrutan de un vínculo poderoso capaz de relegar a minucias las diferencias. Pero, cuando esto no es así y cada uno persigue sus propios anhelos, es muy probable que, durante un tiempo, uno de los dos ceda en sus pretensiones amoldándose a las ideas del otro. Esto ocurre de manera imperceptible. Quien cede lo hace casi sin darse cuenta. Si reflexionara un poco, justificaría este abandono temporal de sus metas con cualquier excusa; por ejemplo, diría que cede y se sacrifica por amor. Sin embargo, más tarde o más temprano, se dará cuenta de que no es libre, deseará cumplir sus sueños y luchará por ellos. Y, finalmente, seguirá su propio camino. En realidad esto es válido para cualquier empresa. 


El fracaso de mi vida conyugal se explica en estos términos. A lo largo de mi vida he perseguido diferentes objetivos, que representaron aquello que deseé conseguir en cada momento, e hice lo posible por alcanzarlos. Con 30 años, llegué a L.A. con la ambición del ignorante. Quería comerme el mundo, ser el mejor, ganar mucho dinero y alcanzar la fama. No conseguí nada de eso y, frustrado, hice la vida imposible a los que rodeaban, incluida a mi esposa, que finalmente me dejó. Con 45 años abandoné la brigada y me planteé tener una vida tranquila alejada de los problemas. Sin embargo, no fui capaz de mantenerme al margen de toda aquella basura. Y tuve que huir, con Rachel. Mi vida cambió, pero yo insistía en perseguir una felicidad ficticia y superficial que no fue tal. Disfruté de una segunda oportunidad  y la desperdicié. Rachel también se marchó, cansada de mi desencanto y pesimismo. Ahora, que casi ha llegado mi final, estoy solo y ya no me quedan metas que alcanzar, salvo quizá la de dejar escritos estos pensamientos.

Esto es lo que me ha ocurrido siempre. En mis decisiones, cuando se trataba de acercarme a mis ridículas metas (dinero, reconocimiento, independencia...) he sido inflexible, sin importar cuánto podría esto alejar a mi compañera de sus propios deseos; y a mí, de ella. En esta convivencia conflictiva y angustiosa, es muy fácil encontrar motivos para pensar que todo ha sido un error y que es mejor estar solo. Pero Harry Nilsson ya sabía que el número 1 es el más solitario, mucho peor que el 2. Se lo habíamos oído cantar y no le hicimos caso.

¡Cuán importante es compartir un objetivo común, para mantener unida la pareja! Quizá lo he aprendido demasiado tarde.

Soy Deckard, otra vez. 
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