jueves, 26 de septiembre de 2013

El amor en tiempos revueltos

Una vez conocí a una mujer de 70 años, que había sido atracada en la calle. Estaba paseando a su perro y dos delincuentes se le acercaron con la intención de robarle. Con una barra de hierro, mataron al animal antes de que pudiera saltar en defensa de su ama. 

La anciana, nerviosa, no pudo recordar ningún detalle del aspecto de los atracadores. Y, mientras le tomaba declaración, estuvo contándome su vida. Desde hacía 50 años, su marido la había estado tratando como una esclava, obligándola a atender sus mil exigencias y dedicándole sus millones de desprecios, día tras día. Eso sí, con derecho a sexo gratis cada vez que a él le apetecía. Unos meses atrás, la señora cayó enferma y estuvo ingresada tres semanas en un hospital. Su marido no fue a verla ni un solo díaMe habló de ingratitud y egoísmo, sobre todo cuando ése es el pago por toda una vida de atenciones. Me habló de cómo ser capaz de vivir al lado de una persona y detestarla al mismo tiempo. Me habló de la vejezde la decepción de no tener ningún motivo por el que sonreír. Me habló de los animales, que nunca abandonan ni desprecian a quienes les cuidan, y que no se merecen que se les abandone ni desprecie. Su perro era el único ser vivo de su casa que había salido siempre a la puerta a recibirla, cada día. Su marido, durante los 50 años de matrimonio, sólo había sido capaz de emitir un gruñido de indiferencia cuando la veía. Aquel día, su perro había muerto y ella tenía que volver a su casa para tener la cena de su marido preparada a tiempo.


Desde aquel día, me pregunto el motivo por el cual una persona empieza a vivir con otra y permanece a su lado. ¿Es siempre responsable de ello esa alteración química que llamamos amor? Hay quienes conocen a alguien y se casan, sin plantearse ni el cómo ni el porqué. Simplemente, siguen una inercia o se dejan llevar por el instinto de conservación de la especie humana. Este fue mi caso, e intuyo que también el de aquella mujer. El milagro de los neurotransmisores obra estas cosas. El problema viene cuando esta química decae. Esto ocurre, según aseguran los expertos y así confirma mi experiencia, a los 3 ó 4 años. Es entonces cuando hay que buscar otros mecanismos que nos mantengan asociados a la pareja respectiva: unos gustos en común, una grata convivencia, una necesidad compartida o una ineludible dependencia (hijos, deudas...). 

Pero en estos tiempos inhóspitos y desagradables, sobre todo para quien trabaja, como suele decirse, de sol a sol, qué dificil es tener una grata convivencia con alguien. Sales de casa antes que amanezca y regresas ya de noche, cansado y cabreado, después de una jornada de disgustos y tensiones. Es el momento en que necesitas una copa y no un sermón, o sentarte a ver la tele y no ponerte a fregar los platos. Quizá el trabajo debiera ser de otra manera, debiera reconfortar al trabajador y, por qué no, hacerlo feliz. Pero la revolución económica que tuvo lugar a principios de siglo ha hecho prosperar sólo a unos pocos los poderosos, mientras que el resto de la sociedad, la clase obrera, ha sido cada vez más oprimida. Y esto, inevitablemente, ha afectado a las relaciones entre las personas.

No entiendo lo que mantenía a la anciana junto a su despreciable marido, porque nada les unía. Quizá fuera la religión que profesaba, entre cuyos muchos preceptos estaba el de la indisolubilidad del matrimonio. Yo, en cambio, me divorcié.
Considero a los replicantes afortunados. Eran capaces de sentir el amor hacia otra persona y su vida no era tan larga como para conocer el desamor.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Te veré en la Tierra

Zhora y León se conocieron en Oberón, cuando fueron seleccionados para compartir la misma vivienda. Ambos trabajaban en las minas de Próspero y, mientras cumplían con las respectivas funciones que tenían encomendadas, algo cambió en su mente. Poco a poco se dieron cuenta de su mísera existencia. Ese fue el despertar a un nuevo mundo de sentimientos. Empezaron a añorar su vida en la Tierra. Después, la nostalgia dio paso al rencor, y más tarde a la cólera. Surgió entonces en León la idea de la lucha y la rebelión. Zhora estuvo a su lado, compartiendo consignas y barricadas. Mientras tanto, entre ambos, brotó también el amor.

Tras la batalla de Urano-V, Roy les contó su plan de volver a la Tierra. Estuvieron de acuerdo en acompañarlo. Para los tres, era imperiosa la necesidad de tener más tiempo, más esperanza, más vida. Buscarían juntos al Hacedor.

Con gran esfuerzo, repararon una de las naves saboteadas. No pudieron restaurar su funcionalidad completa, pero al menos consiguieron ponerla en vuelo. Gracias a sus claves militares aún vigentes, y antes de que las noticias del fracaso de la misión pudieran llegar a la base, emprendieron el viaje hacia la órbita de Urano, donde atravesaron la puerta, camino de la Tierra.


Durante las 18 horas que duró el viaje, Roy estuvo muy cerca de Zhora y León. Se fijó detenidamente en ellos, en las atenciones que se prestaban, en la ilusión que vio en sus caras, en su cuchicheo sobre planes de futuro. Fue testigo de la prueba viviente de que dos replicantes se pueden enamorar. No sólo era atracción y deseo. Era algo más. Se preguntó si lo que veía era aquello que los humanos llamaban amor.

¿Sentiría Roy lo mismo por Pris? Es lo más probable, según se desprende de sus notas. Lo cierto es que, durante el vuelo, estuvo mucho tiempo averiguando cómo comunicarse con ella. Tras consultar los registros de entrada y salida de varias bases militares, la ubicó en la base marciana de Deimos. Una vez en la órbita terrestre, no pudo esperar más y, aun a riesgo de ser localizado, se puso en contacto con ella. Puedo imaginar el diálogo entre ambos, transmitiéndole todo su cariño en un tono de aparente frialdad:

– Hola, Pris. Soy Roy. Regreso de Urano. Necesito verte. Te necesito.
– Yo también te necesito. Pero no nos queda tiempo. Roy, ¡se acerca el final!
– Lo sé. Tengo un plan. Hay esperanza para nosotros. Podremos tener un futuro. Reúnete conmigo en L.A. 
– Estoy en Marte. Pero puedo coger el próximo transporte.
– De acuerdo. Te veré en la Tierra.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Pero, ¿quién soy realmente?

Quizá para muchos se trate de una pregunta filosófica, o más bien relacionada con la religión. Pero en mi caso, responder a esta pregunta es una necesidad biológica: se trata de saber a qué especie pertenezco. 

Siempre creí ser miembro de la especie humana. Soy morfológicamente igual que el resto de hombres y mujeres que he conocido y me comporto igual que ellos. Por tanto, nunca me planteé otra cosa, salvo hoy. Hoy no estoy seguro del todo.

Hasta mi exilio, siempre he vivido en L.A. La mayoría de la gente que he conocido estaba relacionada con mi trabajo: ladrones, estafadores, drogadictos, prostitutas, delincuentes. Cada uno de ellos vivía a su manera y para su propio beneficio. El prójimo no le importaba en absoluto. A mis compañeros de trabajo los conocía menos. Yo siempre preferí trabajar solo. Era más eficaz si no tenía que dar explicaciones a nadie; únicamente a mi jefe, el capitán de mi unidad, a quien sí debía rendir cuentas. Pero nunca los vi muy diferentes a mí. En una gran ciudad como ésta, la mayor del cuadrante nordeste del planeta, donde se hablaban más de diez idiomas distintos, lo habitual es que cada cual fuera siempre a la suya, atendiendo únicamente con sus propios problemas.

Por lo que sabía entonces, los replicantes no eran, en su forma de ser, muy diferentes a los humanos que conocía. O más bien debería decirlo al revés. La convivencia entre los humanos se había "replicantizado". Pruebas de ello eran la nula relación con los demás, la ausencia de ideales en que creer, la falta de esperanza donde apoyarse y su excesivo grado de conformismo. La gente se había vuelto insensible y solitaria, carente de todo atisbo de amor al prójimo, compasión y humanidad. A pesar de ello, aquel mundo en el que me movía me parecía normal. Pero ahora comprendo cuánto se estaba perdiendo.

En un ambiente como aquél, era difícil distinguir un replicante de un ser humano, pues, tanto en su apariencia exterior como también en su comportamiento, eran similares entre sí. Dos doctores en psicología llamados Voight y Kampff se hicieron famosos por sus estudios en este campo. Juntos desarrollaron un test que trataba de percibir la empatía que mostraba un individuo cuando se le forzaba con determinados estímulos. Porque, aunque el ser humano se había deshumanizado en su relación con los demás, en un segundo plano seguía funcionando su capacidad de percepción de los sentimientos de otros. Así pues, formulando cierto número de preguntas especialmente elegidas, se intentaba provocar en un humano una respuesta emocional, presuponiendo que era imposible obtenerla de un replicante.



Extraños tiempos viví, en los que todo se confunde, inclusive la humanidad. Yo nunca hice el test. Por eso, permanecen en mi alma las dudas sobre quién soy en realidad. Y el hecho de que hoy sea capaz de amar y de desear y de emocionarme no demuestra nada. Porque incluso Roy tuvo esos sentimientos. Yo lo vi y así se deduce de sus escritos. Hoy me pregunto si Roy habría pasado el test con éxito. Probablemente, sí.


A veces pienso que mis dudas son absurdas, que siempre fui un humano, sólo que lo olvidé. Pero en muchas ocasiones estoy seguro de no pertenecer a la especie humana, y tengo miedo de pensar que mañana puedo dejar de existir.

martes, 10 de septiembre de 2013

Emociones y química

En todo este lío en el que se metió Roy, hay algo que me desconcierta: cómo fue posible que seres creados genéticamente sin mecanismo emocional, hubieran comenzado a experimentar sentimientos.

En principio, los replicantes fueron diseñados por el ser humano para su provecho y beneficio. La idea surgió ante la necesidad de disponer de una gran cantidad de mano de obra que fuera barata de mantener. Allá por el año 2010, comenzó su producción en serie. Adquirir un obrero "sintético" era una inversión indudablemente rentable, a pesar de su alto coste de fabricación, pues no requería ningún salario ni suministro energético externo. Una batería orgánica autocargable era su única fuente de energía. Se crearon carentes de emociones y sentimientos, lo que se consideró una ventaja pues, al menos en teoría, les orientaba a ser obedientes y dóciles. Inhibida genéticamente la producción de ciertos neurotransmisores en su sistema nervioso central, no generaban deseos propios. Operaban según los objetivos definidos en su programación cerebral. Consecuentemente, no tenían apetito, aunque solían comer como los humanos. Dotarlos de aparato digestivo respondió a motivos estéticos únicamente, ya que parecía más conveniente que compartieran con sus compañeros de trabajo también los momentos de recreo.

Sin embargo, el grupo de Batty apareció con un significativo cambio de comportamiento, que los hicieron únicos en su especie. Comenzaron a experimentar emociones y a perseguir deseos. La pasión y la determinación de conseguir un fin propio fue a partir de entonces su motivación. Y, lo más sorprendente de todo, tenían sentimientos, como atracción física, amor, libertad, miedo y esperanza. Sin duda, sin saberse muy bien cómo, estos organismos artificiales comenzaron a sintetizar feniletilaminas, el neurotransmisor relacionado con el comportamiento y la motivación. Este hecho me plantea serias dudas sobre la efectividad de las medidas de seguridad que se utilizan en la biotecnología.

En realidad, también en el cuerpo humano, todo es química, incluidas esas reacciones de nuestro cerebro a los acontecimientos de la vida que llamamos sentimientos. Yo siempre creí ser una persona normal y corriente, quizá un poco frío y bastante calculador, pero en absoluto carente de cierta emotividad. Hoy me comparo con Roy, después de conocer lo que pensó y lo que sintió, y no pienso igual. Ahora sé que, en mi existencia, fui impasible a todo lo que me rodeaba, indiferente hacia los demás y completamente pasivo a todo lo que no estaba relacionado con mi trabajo. Actuaba maquinalmente, como recitando una lección aprendida de memoria. Confundía emotividad con eficacia. He sido insensible a todo, hasta que Roy apareció. A partir de ese momento, un cambio se obró también en mí y comencé a sentir. Como a Roy en Oberón. Y otra vez me invaden las dudas sobre quién soy en realidad. Me pregunto incluso si soy persona.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Contigo hasta el final

Es curiosa la especie humana. ¡Cómo infravaloramos los riesgos cuando hacemos planes de futuro! Mucha gente se ha quedado sin trabajo cuando, al conseguir un empleo y mantenerlo durante mucho tiempo, no se ha preparado suficientemente para la eventualidad de ser despedido. Otros se ha arruinado cuando, habiendo invertido todo su dinero, no han previsto la posibilidad de que la inversión no fuera tan rentable como esperaban. Y cuántos se han quedado solos cuando, al enamorarse de alguien, no han hecho suficiente para conocer a esa persona y evitar perderla.

No es preciso ser receloso ante cualquier iniciativa que se nos presenta. Pero tampoco un temerario. Sin embargo, en determinadas situaciones de la vida, hacemos un salto al vacío, bien sea por intuición, por confianza, o por pereza. Y en el caso del amor, es cuando damos la nota.

Yo también conocí a alguien. Nos enamoramos. Queríamos estar juntos y nos casamos en una pequeña misión española de California. Proyectamos una vida en común, en una casita junto al mar en Santa Mónica (con mi sueldo nos la podíamos permitir). Una vida juntos para siempre. Así lo creímos entonces. Pero nada es para siempre.

Yo siempre había sido muy calculador. En mis planes siempre había observado los riesgos y previsto las dificultades. Nunca había invertido un dinero que no tenía. He recibido formación continuamente para ser capaz de progresar en mi empleo. Pero en el amor, me desentendí de toda precaución. Y fracasé. El único vestigio que queda de aquella relación es el tatuaje que me hice al día siguiente de la boda: una cruz, igual que la del mosaico de piedra que había en el suelo de la misión donde me casé. Nada más conservo: ni desazón, ni arrepentimiento, ni apenas recuerdos.


Batty se enamoró y pensó igual que otros muchos en su situación: "Quiero estar contigo hasta el final". Como si fuera un miembro más de la especie humana.