jueves, 11 de julio de 2013

Voy a hablar de mi madre... y de mi padre

Tengo dos años y ella me coge en sus brazos. Un hombre se acerca con un muñeco mecánico y lo levanta para que yo lo pueda ver. De repente, se le ilumina la nariz y yo me asusto mucho. Ella se ríe e intenta calmarme, pero yo no puedo dejar de llorar.


Este es el primer recuerdo que tengo de mi madre. Si hago un esfuerzo, puedo recordar algunas escenas más agradables: enseñándome a jugar al ajedrez, tocando conmigo el piano a cuatro manos, cosiendo junto a una ventana, hablando sola mientras hace una tarta en la cocina, secándome con una toalla después del baño. Poco más de ella queda en mi memoria. No puedo recordar nada sobre su vejez, ni de su muerte. No sé cuándo fue la última vez que la vi. Y los recuerdos que me quedan huyen de mí veloces como sueños entre las estrellas, se difuminan en mi mente como jirones de niebla empujados por el viento sobre el valle del olvido.

Sin embargo, todavía guardo algunas fotos de ella para no olvidar su rostro, como era en un momento indeterminado de su vida. En todas ellas, parece mirarme con cierta melancolía. Muchas veces, cada vez más a menudo, la imagino junto a mí. Siento su mano cada vez que la brisa desordena mis cabellos, creo oírla si alguien canta una nana, me llega su aroma cuando como galletas de mantequilla.

No guardo recuerdos de mi padre, salvo dos o tres en los que me riñe o me golpea por haber hecho algo incorrecto. Imagino que no estuvo mucho con nosotros y, las pocas veces que aparecía, quería enseñarme de la única forma que sabía.

Quizá no sean recuerdos especialmente felices. Pero los conservo como la prueba de que no soy como Roy. ¡Puedo recordar a mis padres y puedo hablar de ellos! Algo que ni Roy ni sus amigos podían hacer. Aunque a veces la duda me consume, pensando que esas imágenes pueden haber sido implantadas en mi mente y corresponden a la vida de otro. Entonces me invade la ira. Hasta que puedo volver a controlarme.

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